jueves, 20 de septiembre de 2007

VER LA BELLEZA

Paseábamos por Praga Gustav Janouch y yo como todas las tardes. De pronto Kafka nos dijo:
-La juventud es feliz porque posee la capacidad de ver la belleza. Es al perder esta capacidad cuando comienza el penoso envejecimiento, la decadencia, la infelicidad.
-¿Entonces, la vejez -preguntó Janouch deteniéndose- excluye toda posibilidad de felicidad?
-No. La felicidad excluye a la vejez.-Kafka inclinó sonriente la cabeza hacia delante, como si quisiera esconderla entre los hombros encogidos.-Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece.
Yo tomé este cuadernito que siempre llevo conmigo (casi el mismo que llevaba Eckermann con Goethe y Boswell con Samuel Johnson, este pequeño cuadernito de tapas rojas y páginas diminutas) y ahí anoté todo.
Así llegamos, muy despacio y charlando, hasta la esquina del Palacio Schönborn de Praga.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

LA VIDA PERFECTA

Érase una vez un día perfecto, el único que se recuerda, salió el sol sin nube alguna sobre los campos y carreteras, iluminó suavemente las autopistas, iban dichosos por todas ellas los felices viajeros sin problemas, sin una sombra, sin la menor preocupación. A las ocho, cuando se abrieron las oficinas, los jefes iniciaron un día muy amable, la cordialidad se extendió por pasillos y despachos, funcionaban a pleno rendimiento las máquinas, no arrojaban los teléfonos tensiones ni conflictos, todas las noticias, los diálogos, las historias entrecruzadas, eran constantemente alegres, se comentaba la salud y belleza de los niños encantados de estar en los colegios, la bondad, paciencia y valor de los ancianos, el equilibrio de todos los matrimonios, la dulzura, la suavidad en todas las relaciones, la puntualidad de los transportes, la excelente educación de los ciudadanos. La mañana en todas partes transcurrió tan llena de luz que los telediarios al mediodía recogieron el paso de las horas del día perfecto apareciendo en pantalla las permanentes sonrisas iluminando cada noticia, las alegrías compartidas por los protagonistas, el gozo al extender la felicidad, y así la tarde entró muy pacífica y sosegada, plena de satisfacciones, ya que las horas del día perfecto poseguían radiantes, los parques se llenaron de risas innumerables y a la hora de la cena, tras una jornada memorable, los telediarios volvieron a confirmar que el bienestar más profundo reinaba en todos los hogares y que una paz soberana invadía las existencias de los hombres.
Lo que no se sabe de ese día es que no trabajó ningun artista. Ningun pintor, ningun escultor, ningun músico, ningun escritor. Ese día fue el único en que no se pintó, ni se esculpió, ni se compuso, y nada se escribió.
No hubo inspiración. No había nada que decir. Faltaban todos los contraluces. Todas las sombras.
Sólo se oyó murmurar al final de día, ya muy desolado, lo que decía Tarkovsky, el autor de "Sacrificio", de "La infancia de Iván" y de "Solaris": "La gente hace arte porque la vida no es perfecta", comentó en voz muy baja.
Felizmente al día siguiente volvió a amanecer el día imperfecto, las horas crispadas, la completa (e incompleta) vida imperfecta, los ruidos, el caos, las inesperadas tensiones y vicisitudes.
Ya muy de mañana se les vio a los artistas en sus talleres - muy inspirados, muy ilusionados -, volviendo a hacer arte.

martes, 18 de septiembre de 2007

EL CONTADOR DE HISTORIAS

Recuerdo perfectamente al contador de historias en mi infancia, cuando iba con mis hermanos al colegio y le veía allí, en aquel banco junto a la carpa de circo, levantar en el aire las palabras y hacer malabarismos con los acentos y las comas, comerse el fuego de las admiraciones y esconder verbos y adjetivos, taparlos con cubiletes de colores y cortar la cinta de la poesía en varias partes para pegar los versos sin trucos. Yo creo que desde ese momento quise hacerme escritor. Recuerdo que el mejor de sus relatos era aquel que contaba la vida de un contador de historias de Londres, al que situaba en Gordon Square, y del que decía que era el mejor embaucador de verdades porque cogía una verdad por la cola y la transformaba de pronto en fantasía, la hacía girar y girar varias horas ante los ojos y oídos de los transeuntes.

Años después, cuando estuve en Londres, le descubrí. En aquella esquina de Gordon Square el mismo contador de historias lograba recitar con los ojos cerrados y las manos extendidas, como si fuera un loco camino del destino, a Milton y a Shakespeare, sobre todo pasajes del Rey Lear, y dentro de su garganta y con facilidad enorme mezclaba continuamente parlamentos de Edmundo y de Gloucester.

Pero su gran relato siempre era el mismo. Que había un contador de historias en Venecia, en el mercado de Rialto, que se superaba a sí mismo ocultando su cara con disfraces y retando a la muchedumbre de los canales a adivinar dónde estaba el mejor contador de historias de todos los tiempos.
Lo encontré naturalmente en el mercado de Venecia, narrando bajo su máscara y su antifaz, que aún existía un contador de historias más fabuloso, que seguía viviendo en París, en la rue St-Louis en l`Ile, un hombre del que nacía la luz de la ciudad y que explicaba a la multitud embobada cómo en Praga, en la plaza Wenceslao, a las puertas del Hotel Europa, un contador de historias revelaba los secretos para ser feliz, que consistían en volver a la infancia, al camino de aquel viejo colegio, acompañando por las calles a los hermanos, hasta llegar a un banco, junto a la carpa del circo, en donde un hombre se iba tragando los sables de las interrogaciones, escupía el fuego de los adverbios, hacía volar los sustantivos en el aire y, entre aplausos, hacía que entre el público un niño asombrado fuera pensando que quizá un día, poco a poco, pudiera ser escritor.

domingo, 16 de septiembre de 2007

FICCIÓN Y REALLIDAD

Lo más interesante de aquel caso, se decía cada tarde el escritor de novelas policiacas, era que el cuerpo no aparecía, lo habían dicho en las noticias, lo habían subrayado en el telediario, ¿dónde estaba el cuerpo? ¿desaparecido? ¿muerto?. Pero también lo más interesante de aquel caso que tanta conmoción producía en la opinión pública, (se decía cada mañana el autor del suceso - o mejor dicho, los autores, porque había varios autores del misterio-), era que cada mañana se hacía necesario recomponer las piezas, usar nuevas coartadas, disimular los rostros, aparentar más frialdad al salir de la casa, aparecer impertubable al enfrentarse con la prensa, en resumen, adelantarse a lo que se iba a investigar por la tarde, ir por delante de lo que pudiera decir el escritor de novelas policiacas acumulando sospechas.

Porque sospechas sí que las había, se decía el escritor de novelas policiacas, también aseguraba lo mismo la policía, es decir, las dos líneas de investigación paralelas ( ya que había dos líneas de investigación, como también había varios autores del misterio: estaban los protagonistas del suceso y luego estaban los amigos que callaban, quizá que sabían dónde estaba el cuerpo, acaso habían ayudado a desprenderse de él, pero nada decían). Todo esto aumentaba la confusión.

Lo más interesante también para todos los que seguían diariamente aquel extraño y apasionante suceso era la doble velocidad de las investigaciones: el autor, (o los autores) sobre todo y su ritmo desconcertante, el seguimiento minucioso de las facciones de su rostro, cualquier ademán delator, por ejemplo, con las manos, algo que apretaran siempre con las manos o con lo que jugaran con los dedos, la manera de mirar (de frente o de perfil, con los ojos fríos e impasibles o bien huidizos), cualquier detalle que le sirviera al escritor de novelas policiacas para escribir en Internet por la tarde el resultado de sus pesquisas.

Porque el escritor de novelas policiacas se iba adelantando sin querer a cuanto hacían los autores de aquel misterio. Sobre los perros enviados a olfatear restos él tenía su propia teoría. Una tarde había seguido a aquellos perros adiestrados por la policía y había descubierto que el olor a cadáver estaba repartido por varios sitios distintos. Entonces se preguntó: ¿ habían trasladado el cadáver el mismo día de la desaparición? ¿o eran pistas muy posteriores a aquel suceso? Cuando esa tarde escribió esto en Internet no pareció sorpender a la policia, los investigadores no reaccionaron en un principio, y sí en cambio lo hizo inmediatamente el autor (o autores) del misterio, ya que a la mañana siguiente se vió a los supuestos autores (o quizá sólo a uno, porque también se decía que había un único y enigmático autor) con el rostro demudado y distinto, igual que si estuviera a punto de descubrirse todo, aunque era imposible, se decía, las coartadas estaban completamente trazadas y selladas, y sobre todo el silencio, aquel silencio que se habían jurado mantener a toda costa y que era el más profundo de los secretos.

Lo que sucedió después ya se sabe. Una noche, el escritor de novelas policiacas sentado ante su pantalla de Internet, pensó que era necesario actuar. Dejó su ordenador abierto como si trabajara y aprovechando un descuido de la policía subió de dos en dos los escalones de aquella casa donde vivían los autores del misterio. No encontró a nadie. Con los instrumentos silenciosos de la ficción intentó abrir las puertas de la realidad. No estaba el cuerpo por ningún lado. No había nada. Sólo había ficción, ficción, ficción por todas partes. La realidad no se encontraría nunca.