He vuelto a leer El nadador de John Cheever. Me he tirado de cabeza en el relato del gran escritor norteamericano y he seguido las brazadas que daba Neddy Merrill desde la piscina de los Westerhazy hasta la de los Clyde. Me he olvidado un poco de la película de Burt Lancaster en 1968 cuando el filme perseguía a la literatura y he cruzado todo el condado nadando, atravesando las edades, atravesando las fatigas, el agua rodeándome los brazos y olvidándome a cada movimiento de lo que ocurrió ayer, nadando hacia el futuro. "Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro - me iba diciendo Cheever conforme nadaba -, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría". He cruzado la piscina de los Bunker y la piscina pública de Lancaster. Otro novelista americano, Nelson Algren, nadando a mi lado, me decía entre brazada y brazada: " Cheever es el único escritor norteamericano del que puedo leer un relato en el New Yorker sin tener que pasar las hojas para identificar al autor".
Es verdad. Le veo nadar a Cheever - es decir, escribir sus Relatos (Planeta) -y le oigo decir en el agua que la literatura debe agrandarnos y no disminuirnos. No debe rebajarnos al nivel de un cenicero de colillas. "Camino de casa de los Clyde - cuenta El nadador -se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en las piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido".
Allí nos despedimos. Aún me dijo Cheever antes de terminar: "Yo esperaba que los ríos de mi infancia, plagados de truchas, se verían un día inundados de latas de conserva mohosas y que los prados se cubrirían de casas. Esperaba incluso a verme parcialmente aislado de nuestra herencia moral y ética. Pero los absurdos de la vida moderna me dejan desarmado. No obstante, me parece también que esas latas de conserva, esas autopistas, esos conjuntos inmobiliarios deprimentes no son los restos de una civilización decadente sino las avanzadillas y las primeras fortificaciones de una civilización que ahora nos corresponde construir".
Y de nuevo Cheever estiró los brazos, trazó una larga curva en el aire y se arrojó de cabeza a la piscina.
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