viernes, 9 de mayo de 2008

BABEL A LAS NUEVE DE LA NOCHE


Sentado en Mi Siglo contemplo Babel a las nueve de la noche, cuando la sintonía del telediario me trae las primeras imágenes y escucho estas declaraciones de Rosa María Calaf, veterana corresponsal de Televisión Española en Asia: "En estas tres décadas se ha producido un deterioro del periodismo, sobre todo en televisión, ya que prima el impacto sobre lo que importa. Lo que más interesa ahora es la espectacularidad, que sirve para vender tragedias. Además, ha tenido lugar una auténtica revolución tecnológica, que ha propiciado cosas muy buenas, pero también que predomine la velocidad sobre los contenidos, aunque no se cuente nada. El principal riesgo de todo este proceso es que se construyen valores erróneos y, en el telediario, no se distingue entre los niños desnutridos de África y el contrato millonario de un futbolista. Como consecuencia, la gente se acostumbra a consumir sin pensar, lo que es muy grave porque se crea una sociedad descerebrada. Estamos creando una sociedad de consumidores, no de ciudadanos".

Sentado en Mi Siglo pienso en esa verdad sobre el periodismo actual: la primacía de la velocidad sobre los contenidos, algo que está transmitiendo no sólo la televisión sino cuantos instrumentos tecnológicos avanzan a velocidades múltiples, por ejemplo Internet, este milagro de la comunicación instantánea ante el que hay que preguntarse qué se comunica tan instantaneamente y qué contenidos y valores se transmiten cabalgando siempre sobre los lomos de la celeridad.

Sentado en Mi Siglo contemplo Babel a las nueve de la noche y recuerdo que escribí no hace mucho que nuestra pupila ve los telediarios y no los mira, los mira y no los comprende. A la pupila le falta muchas veces la comprensión, ese ponerse en lugar del otro, no recibir tan sólo sino aprehender imágenes y sonidos que nos desvelan lo que ese otro lleva dentro. A ese otro, en directo y mientras cenamos, le están acribillando con los ojos vendados ante un pelotón de fusilamiento. Hace años escribí en un libro: Ese hombre, como todos los hombres, va a morir; va a morir por primera y última vez. No me acostumbro a ello. Me lo repito continuamente. Aunque fuera en diferido, los disparos siempre son definitivos porque esa vida es única e irrepetible y el cuerpo de la venda cae doblado sin poderse sustituir. El asombro, sin embargo, nos tienta en la pantalla con el siguiente anuncio de líneas aerodinámicas de un automóvil. Nos tienen necesariamente que tentar con la sorpresa porque la publicidad sabe que nos estábamos quedando adormecidos con tanta muerte. Se nos sacude entonces con los objetos deslumbrantes ya que al parecer los sujetos repetitivos y sangrantes - quizá sólo por ser repetitivos - nos provocan sopor. Entonces pasa y vuelve a pasar el objeto iluminado y musical desde todos los ángulos insólitos y se deja ver, mirar, admirar cuantas veces sea necesario hasta que lo consumamos en vida antes de que la muerte llegue. Cuando la muerte llega de nuevo - ese tanque, por ejemplo, que está aplastando al niño inocente - no sabemos si ello es realidad o ficción, tan maquillada aparece la realidad con su disfraz de afeites. Exclamamos entonces, ¡qué horror! Pero estamos en el segundo plato y continuamos masticando nuestra cena de horrores. La vida sigue. ("Necesidad del asombro" en "El artículo literario y periodístico" (Eiunsa).

Después me levanto de Mi Siglo porque ha acabado ya Babel a las nueve de la noche, la apago y me voy a dormir.



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