-"Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj en la estación de Amberes se podía vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, todos los viajeros debían levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por él".
- "De hecho, dijo Austerlitz, hasta que se sincronizaron los horarios de ferrocarril, los relojes de Lille o Lüttich no iban de acuerdo con los de Gante o Amberes, y sólo desde su armonización hacia mediados del XlX reinó el tiempo en el mundo de una forma indiscutida. Únicamente ateniéndonos al curso que el tiempo prescribía podíamos apresurarnos a través de los gigantescos espacios que nos separaban. Desde luego, dijo Austerlitz al cabo de un rato, la relación entre espacio y tiempo, tal como se experimenta al viajar, tiene hasta hoy algo de ilusionista e ilusoria, por lo que, cada vez que volvemos del extranjero, nunca estamos seguros de si hemos estado fuera realmente..."
Es cierto. Siempre que paseo por los andenes leyendo despacio la prosa de Sebald, ese gran escritor alemán, me va diciendo Austerlitz y me va diciendo el propio Sebald cómo debo mirar ese andén, el gran reloj del tiempo, cómo el tren del tiempo me trajo desde el extranjero hasta aquí para tomar otra vez cuanto antes ese tren del tiempo que se va, ese tren del tiempo que me llevará al extranjero donde tomaré nuevamente el tren del tiempo que se va, las máquinas de los años encadenando meses y horas que recorren vías de vida, ese andén final donde yo volveré a leer despacio a Sebald y pasearé acompañado por Austerlitz antes de tomar definitivamente un tren sin tiempo bajo la gran mirada del reloj de la estación de Amberes, no estando seguro de si he estado o no he estado en esta vida.
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