Hace dos días hablé en Mi Siglo de las horas nocturnas y creadoras de los escritores - del llamado "mal de medianoche" - y hoy me asomo a las horas diurnas (y también nocturnas) , intensas y creadoras, de un grande de las letras, Joseph Conrad, que en carta a Galsworthy del 20 de julio de 1900 le confiesa cómo escribió el final de "Lord Jim":
"Mandé a esposa e hijo fuera de la casa - a Londres - y me senté a las nueve de la mañana, con la desesperada resolución de terminar con el asunto. A cada rato daba una vuelta por la casa, salía por una puerta y entraba por otra. Comidas de diez minutos. Todo con prisas. Las colillas se elevaban hasta formar un montículo, como los túmulos que se erigen sobre los héroes muertos. La luna se levantó sobre el granero, miró por una ventana y desapareció de la vista. Llegó el amanecer, la luz. Apagué la lámpara y seguí adelante, con todas las hojas del manuscrito volando por la habitación por culpa de la brisa de la mañana. Salió el sol. Escribí la última palabra y me fuí al comedor. Las seis. Compartí un resto de pollo frío con Escamillo (que se sentía muy desgraciado y necesitaba compañía, pues había echado de menos al niño todo el día). Me sentía muy bien, con algo de sueño; me di un baño a las siete y a las ocho y media estaba de camino hacia Londres". (John Stape, "Las vidas de Joseph Conrad".-Lumen.)
Los creadores a veces marcan esa hora exacta del fin conseguido: Kafka anota: "Esta historia, "La condena", la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana". Doce años antes, Conrad había apuntado la hora de su última palabra: "Las seis". "Solo así es posible escribir - dirá también Kafka -, solo con esa cohesión, con total abertura del cuerpo y del alma".
1 comentario:
A ciertas horas, da igual lo que marque el reloj. A ciertas horas las letras se unen y los suspiros dejan paso al aliento. Las palabras también pueden temer a la madrugada.
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