sábado, 20 de octubre de 2007

MAIGRET

Nos sentamos en una cervecería de París Simenon y yo. Le pregunto por su parecido con Maigret.
- Poco a poco - me dice el novelista -, hemos acabado por parecernos un poco. Sería incapaz de decir si es él el que se ha acercado a mí o soy yo el que me he acercado a él. Es cierto que yo he tomado algunas de sus manías y que él a su vez ha tomado algunas mías. Fíjese: ¿se ha preguntado con frecuencia por qué Maigret no tiene hijos, cuando realmente le hubiera gustado tenerlos? Esa es su gran nostalgia. Y bien, esto es así porque cuando yo he comenzado los Maigret - y he debido de escribir al menos unas treinta novelas antes de tener yo mismo un niño - mi primera mujer no los deseaba. Ella me había hecho jurar antes de casarme, que no los tendríamos. He sufrido mucho por eso, porque yo los adoro..., como Maigret.
Paladeamos la cerveza y Simenon prosigue:
- Y entonces yo me he sentido incapaz de mostrar a Maigret volviendo a su casa y encontrando allí a uno de esos pequeñajos. ¿Qué diría, cómo reaccionaría ante sus gritos, cómo se arreglaría por las noches para darles el biberón si la señora Maigret hubiera estado enferma? Lo desconozco. En consecuencia, yo he tenido que crear una pareja que no pudiera tener hijos. Esa es la razón. Por otro lado, yo he avanzado en edad mucho más deprisa que Maigret. Teóricamente él debería haberse jubilado a los 53 años y medio, y cuando yo lo he creado él tenía ya 40 o 5o. En consecuencia, él ha vivido quince años mientras yo vivía cuarenta. Entonces, irremediablemente, yo le he prestado sin quererlo mis experiencias, y él en cambio me ha dado su actividad. Es uno de los raros, si no el único personaje que yo he creado que tiene puntos de vista en común conmigo. Todos los demás, o casi todos, son completamente independientes de mí.
Charlamos de la técnica de la novela policiaca, de la atmósfera de París, de la piedad que él tiene por los criminales.
- ¿Tiene piedad usted o es Maigret el que tiene piedad?- le pregunto.
-Yo no saco nunca conclusiones.-me dice levantándose.
Cuando salimos de la cervecería veo sentado en una esquina, embutido en su gabán y envuelto en el humo de su pipa, a Maigret que está leyendo una novela de Simenon.

viernes, 19 de octubre de 2007

EL AGUA DE LA MÚSICA

Wagner cuenta en sus Memorias que, tras haber llevado años pensando en Lohengrin, el ímpetu de la creación le arrebató súbitamente y ya no pudo esperar más: "Apenas había entrado en mi baño hacia el mediodía cuando el deseo de anotar Lohengrin se apoderó violentamente de mí. Incapaz de pasar una hora entera en el agua, salté fuera de mi bañera al cabo de pocos minutos; y tomándome a duras penas el tiempo de vestirme, corrí como un loco a mi cuarto para arrojar sobre el papel lo que me oprimía". Se sabe que en ese momento el agua hirviendo de la música estalló en su cerebro y derramándose por el brazo derecho del compositor, bajó por los ríos de sus venas hasta llegar al puerto de sus manos donde los dedos comenzaron a trazar fragmentos de melodías y los pasos primeros de la ópera en tres actos.
Se sabe también que ese agua salió mansamente del cuarto, el líquido encontró pronto el cauce del pasillo y el agua de la música saltó a la calle, atravesó la ciudad en busca de un teatro y empujando violentamente sus puertas subió con fuerza hasta palcos y escenarios. El agua tocó primero la madera de los violines, entró y salió de las trompetas y golpeó jugetona los platillos. Luego se vio al agua de la música rondar con reverencia las túnicas de los coros y acompañar a las declamaciones dramáticas. Al fin, con brillantez, se despidió.
¿Hay algo en el mundo que se parezca a la música?, me pregunto a veces.
Shakespeare comenta en El mercader de Venecia: "El hombre que no tiene música en sí ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades. No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad la música". También Cervantes dice en El Quijote: "Donde hay música no puede haber cosa mala".
Y sin embargo en batallas enconadas - en la Segunda Guerra Mundial hubo muchos ejemplos -la música ha sabido mezclarse con las mayores crueldades.

miércoles, 17 de octubre de 2007

DOS Y DOS SON CINCO

A ese niño inclinado en su cuaderno de clase, que estruja el lápiz con los dedos, tuerce la lengua para aplicarse más y baja la cabeza hasta casi rozar el papel, nunca le salen las cuentas porque siempre bulle en su cabeza la fantasía y dos y dos le suman cinco y nunca cuatro, la fantasía se le desborda y siente por todas partes todo tipo de visiones, por ejemplo, si levanta la cabeza y mira esa mancha en la pared ve, como Leonardo, caballos en el aula, caballos voladores que cruzan el colegio, caballos que van veloces por los pasillos, que relinchan cuando pasa el director, que marchan al galope por las cocinas y que reposan al fin de nuevo en la pared.
A ese niño que se concentra en la suma de todos los días el dos más dos siempre le sale cinco porque acaba de ver esa bici apoyada en la esquina del patio y él, como Picasso, retorcería enseguida el manillar para hacer los cuernos de un toro, ese toro que embiste al más creído de la clase, lo levanta en el aire y le deja caer humillado.
A ese niño nunca le saldrá exacta la suma de la realidad. Será un inventor, un pintor, un poeta. Él no lo sabe. Se vuelve a inclinar en el cuaderno a luchar siempre con el dos pero el dos se le rebela. Aunque cuente con los dedos ve asombrado que de las uñas le está saliendo ahora un gran cinco radiante que ilumina todo el aula.

lunes, 15 de octubre de 2007

UTAMARO Y EL FÉNIX

La leyenda cuenta la historia del gran pintor japonés Utamaro Kitagawa que en 1804 se arrodilló ante un muro y quiso dibujar en él un enorme ave fénix. Absorto, Utamaro comenzó a trazar en la pared el inmenso plumaje rojo del ave mitológica, añadió al tinte anaranjado un amarillo incandescente, y muy despacio y con la punta de su pincel, fue afilando el gran pico del animal hasta curvarlo y retorcerlo en el espacio. Apartó luego las mangas de su kimono para pintar con más soltura e inclinándose aún más fue marcando el poderío de las garras, las extendió puntiagudas y al fin, con enorme cuidado, quiso abrir un punto negro en el centro del ojo del gran fénix, que de repente le miró enfurecido
Bastó ese segundo. En tal momento de distracción el ave separó sus garras y, ampliando todo su plumaje, clavó una y otra vez el pico sobre Utamaro hasta devorarlo para siempre.
Hoy al pasar y contemplar ese mural gigantesco impresiona saber que debajo de esa pintura el autor sigue sepultado en la pared.