sábado, 7 de junio de 2008

TRABAJAR DE NOCHE


Hae unos días The New Yorker hablaba en sus páginas del "mal de la medianoche" o hipergrafía, algo que según el "Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales", donde aparece la cotización oficial de las enfermedades mentales reconocidas por la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), se define como algo que puede obligar a alguien a mantener una voluminosa revista para anotar con gran frecuencia cartas al editor, o a escribir en papel higiénico si no hay otra cosa más disponible, y hasta a redactar un Diccionario. En resumen, el impulso desordenado y casi incontrolado de escribir, principalmente en las horas nocturnas, es decir, padeciendo de algún modo la llamada "enfermedad de la medianoche".

No sé si esto es así efectivamente e ignoro por qué se vincula precisamente la noche a este afán incontrolado de adentrarse en la escritura. Pero es indudable que - sin producir enfermos en absoluto-, la noche y sus silencios, su concentración en esas horas de soledad en las que el resto del mundo duerme, posee una atracción que ha dejado obras muy interesantes en la literatura. Por citar algunos nombres capitales, he ahí a Kafka que escribe de un tirón "La condena" en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, entre las diez y las seis de la mañana y que cuenta en su Diario :" casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. (...) Varias veces durante esta noche he soportado mi propio peso sobre mis espaldas. Cómo puede uno atreverse a todo, cómo está preparado para todas, para las más extrañas ocurrencias, un gran fuego en el que mueren y resucitan. Cómo empezó a azulear delante de la ventana. Pasó un carro. Dos hombres cruzaron el puente. La última vez que miré el reloj eran las dos. En el momento en que la criada atravesó por vez primera la entrada escribí la última frase". (Diario del 23 de septiembre de 1912.-Galaxia Gutenbeg.)

Max Brod, por su parte, anota también en su Diario del 29 de septiembre de ese mismo año: "Kafka está en éxtasis, escribe de noche sin parar. Es una novela que transcurre en América". Igualmente Kafka le confía a Felice Bauer en sus Cartas (Alianza) la necesidad de la noche para intensificar mejor su escritura.

En el otro lado del mundo, Mishima le escribe a Kawabata que son las horas de la noche aquellas en las que su espíritu de narrador alcanza una interioridad mayor. ("Correspondencia" Mishima-Kawabata.-Emecé.) Representa sin duda todo esto "la faceta nocturna de la soledad creadora" que ha comentado Steiner. Él recuerda cómo Milton declara que la lámpara del poeta "a medianoche/será vista en alguna alta y solitaria torre", el creador enclaustrado permanecerá bajo un cielo estrellado "mirando una y otra vez la Osa Mayor".( Steiner.-"Gramáticas de la creación".-Siruela.)
(Fotos: Franz Kafka, por Andy Warhol .-Yasunari Kawabata)


viernes, 6 de junio de 2008

LA EDAD TERCERA



¿Qué le está diciendo el anciano a su nieto en esa tabla de Doménico Ghirlandaio que estos días viaja desde el Louvre al Prado y ante la que me he detenido?.

En pleno siglo XV -1480- la mirada entre las edades es la misma, siempre cargada de comunicación y de ternura: la tercera edad se queda pensativa y la primera la mira y admira para ver qué le dicen de la vida.

No puede imaginar la edad tercera lo que va a ocurrir siglos después. El tiempo alargará los quehaceres. Goethe escribirá su gran obra a los 82 años, Cervantes acaba el Quijote a los 68, Tiziano pinta su último cuadro a los 98, Miguel Ángel termina frescos a los 71, Verdi compone obras célebres a los 74, Haendel escribe otra gran obra suya a los 72. No puede decirle todo esto el anciano a su nieto. Le mira sabiendo que ese niño al que abraza tendrá que pasar por la afirmación de su individualidad al principio, atravesar la crisis del desasimiento después y llegar al fin a la sabiduría del que sabe el final y lo acepta. No puede decirle a su nieto, porque aún es un infante, que en la juventud se mezclarán la fuerza de su personalidad con la falta de experiencia de la realidad. No puede decirle que cuando sea joven le faltará la paciencia y deberá aprenderla con el trabajo lento, se asombrará de cuantas veces fracasa el bien y de cuánto mal hay en el mundo, deberá superar la mediocridad de lo cotidiano, elegir el amor y arriesgarse a las posibilidades de realización o de fracaso. Todo esto aún no puede decírselo. Simplemente le mira y quisiera transmitirle el secreto para el viaje de la vida, aquella frase de Goethe, "no se camina para llegar sino para vivir caminando".

He estado ante este cuadro intentando escuchar lo que le dice el anciano a su nieto. No puede aún decirle que cuando llegue este niño a la madurez el tiempo se le adelgazará, aparecerán las primeras sombras de egoismo, marcharán a la vez la valentía, la comprensión y el respeto a la vida ya vivida y a la existencia realizada con una punta de resentimiento contra lo históricamente nuevo, teniendo que superar con alegría tanto el mal como los defectos y fracasos de lo actual.

El anciano de Ghirlandaio nada dice. Mira tan sólo. Es el retrato de las edades sobre el que acabo de escribir un texto. Rostro, espejo y retrato. El hombre sabio es este anciano y este sabio que está con el nieto en los brazos conoce que el final mismo de la vida es todavía vida, que no es cuestión de paladear lo anterior sino de aprovechar el tiempo cada vez más corto. Tiene conciencia de aquello que no pasa y tiene conciencia de lo que es eterno.

jueves, 5 de junio de 2008

EL NEGRO BLANCO






Ayer, como hacía una noche espléndida, tuvimos una grata tertulia en la terraza de Mi Siglo, al aire libre, contemplando a lo lejos todo Madrid. Como estaban de paso varios escritores norteamericanos el asunto no podía ser otro que Obama, pero enseguida pasamos a uno menos circunstancial y de más variadas opiniones, como era el tema negro.



- Tu "Hombre invisible" - le dijo William Goyen a Ralph Ellison en determinado momento recordando su gran novela - es la historia de un hombre en busca de su identidad. Pero ¿quién es? ¿Qué puede hacer en el mundo que le rodea? Tu héroe encarna la juventud, más especialmente la juventud de hoy, su deseo de descubrir una individualidad, su impulso personal. Quiere una nueva sociedad, un nuevo yo, un nuevo mundo. Quiere CAMBIAR las cosas. Quiere tener derecho a la palabra, la suya, en la organización de la sociedad. "El Hombre invisible" simboliza el deseo de aventura espiritual de los jóvenes. Busca el sentido de la vida; afirma con aplomo el derecho a descubrirse. Llama, despierta y anima el pensamiento moral y la acción sincera.



Norman Mailer, que estaba en un rincón paladeando su wisky, quiso también hablar del tema que trataba la novela:



- El negro es ciertamente en Norteamérica - le dijo a Ellison - el menos invisible de los hombres. El hecho de que el blanco sea incapaz de reconocer la personalidad de cada negro no es tan rico en significado como tú nos pareces querer indicar. La mayoría de los blancos son, desde hace mucho tiempo, invisibles unos para otros... Quizás una solución sería que te aventuraras por el mundo blanco que conoces muy bien y que materialices la invisibilidad, todavía más terrible, de los blancos...








Ellison se quiso defender. Más que defender - porque tampoco nadie le atacaba - prefirió argumentar sus opiniones:


- Mi novela -explicó - es una ocasión para acumular mis esfuerzos en orden a responder a las siguientes preguntas: ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo?¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hacer de la vida que me rodea? ¿Qué celebrar? ¿Qué rechazar? ¿Cómo confrontar las estridencias entre el bien y el mal? ¿Qué significa la sociedad norteamericana cuando la contemplo con mis propios ojos, cuando la animo con mi propio pasado y la observo con la complejidad de mi vida presente? En otros términos, ¿cómo expresar mi visión de la condición humana sin reducirla a un grado que la hace estéril, antes de efctuar la reducción necesaria y trágica, y aun cuando sea enriquecedora, quién dará vida a la visión novelística? No es imposible que el potencial novelístico de los escritores negros norteamericanos tenga un fallo en ese nivel concreto: la negativa del escritor a concebir una visión del mundo y una riqueza técnica a la medida de la complejidad de la situación determinada. Muchas veces los escritores temen abandonar los tranquilos santuarios de los problemas raciales para probar su suerte en el terreno del arte.


Yo escuchaba en silencio. Me acordaba de las páginas de Mailer, "El negro blanco" (Tusquets), leídas hace tiempo y me interesaba todo aquel debate. Les recordé a los que estábamos en aquella agradable tertulia aquellas frases de Faulkner de 1958: "El negro no es todavía capaz más que de ser un ciudadano de segunda clase. Su tragedia consiste en que todavía no está calificado para la igualdad más que en la medida en que tiene sangre blanca. No le bastará pensar y obrar como un blanco. Deberá pensar y obrar como el mejor de los blancos, porque si el blanco, a causa de su raza y de su color, puede poner en práctica la moral tan sólo el domingo, es decir, un día por semana, el negro no puede fallar ni apartarse del recto camino".


Pensé que íbamos a hablar ya de Obama, pero entonces intervino Richard Wright:


-La visión del escritor negro no tiene necesidad de ser simplista o expresada en términos primarios: porque la vida del pueblo negro no es simple. La presentación debe ser simple, pero deben estar presentes toda la rareza, la magia y sorpresa ante la vida que arroja luz sobre la realidad. Repitiendo la expresión de un novelista ruso, hay que encontrar la simplicidad perfecta.

Y a su vez quiso decir James Baldwin:


- El negro ha sido siempre aquí un poco como un cadáver con el que no se sabe qué hacer, flotando en la superficie de nuestra vida nacional. De hecho, casi todo se define en Norteamérica en relación con el negro, casi todo, incluida el alma nortemaricana. Una relación simplemente humana, he ahí lo que tratamos de establecer, al menos entre algunas personas, y de proponérsela como ejemplo a los demás. Porque el color importa poco, y no debería constituir el azote que tantas veces interviene en nuestras vidas. Hay un medio de salir de la pesadilla si se acepta el mirarse a la cara y decirse la verdad.
Estaba empezando a refrescar, recogimos las sillas de la terraza, yo cerré los ventanales de Mi Siglo y en la noche estuvimos viendo perfectamente las luces de Madrid en la lejanía.
(Fotos: Ralph Ellison.-medalofreedom.com) (Richard Wright.-everseradio.com)(James Baldwin, foto Jenkis.-viewimages.com.)

miércoles, 4 de junio de 2008

ENTIERRO DE UN PEQUEÑO OJO AZUL






Acaba de reeditarse "Al margen de los clásicos" (Biblioteca Nueva), uno de los libros esenciales de Azorín, el gran ensayista, novelista y periodista del 98 que publicó en 1915 estas glosas a los grandes de las letras hispanas, en edición dedicada a Juan Ramón Jiménez. Hojeando nuevamente este excelente libro me veo entrar a las tres de la tarde de aquel 2 de marzo de 1967 en su casa madrileña de la calle Zorrilla 21, subiendo emocionado hasta el segundo izquierda, saludando a Julia Guinda Urzanqui, la viuda y compañera del escritor durante toda una vida, pasando al despacho donde reposaban los restos del autor de "La ruta de Don Quijote". Azorín había muerto aquella mañana y allí, en aquella habitación, vi su ojo azul al que acompañaría al día siguiente hasta la Sacramental de San Isidro. Allí dejaría ya escrito en mi mente el artículo que el día 4 publicaría en "El Acázar" bajo el título "Entierro de un pequeño ojo azul":



"Habían tapado sus manos con una sábana. Cuando entré, aquellas manos, que habían sido raíces y sarmientos, estaban transformadas en palabras, dos delgadas y dormidas palabras que alguien le había cruzado sobre el pecho. Le acababan de cubrir con un cristal. Acostado en la madera sencilla, su boca recogida en un pliegue muy breve, igual que si apresara el silencio. Estaba aquel despacho repleto de homenajes. Por la casa, todo a lo largo del antiguo pasillo y hasta el mismo pie de la escalera, incluso hasta los lindes del portal, venía un rumor de pasos lentos y de humildad devota que asomaba - una a una, cada cabeza en el umbral -, para dar el último adiós al maestro.



Quizá fue entonces, minutos antes de las cinco, momentos antes de que se lo llevaran, cuando ocurrió aquello. Me había acercado unos pasos a él. Allí, extendido, era ya el gran mudo de la pluma, como si tuviera amordazados los dedos. Me acerqué a él, acababa de entrar el Ayuntamiento de Monóvar, seguían acumulándose coronas, y creo que fue entonces cuando lo ví. Vi su ojo azul. El ojo derecho de Azorín quieto entre el párpado, como si nadie lo hubiera querido sellar, como si respetasen ese ojo sin tiempo.


Al cabo de unos momentos, dio comienzo la ceremonia. Bajaron aquel ojo azul hasta el portal, ante el gentío que aguardaba en la calle Zorrilla. Aquel ojo diminuto, apagado y cálido, casi velado por el párpado, emprendió lentamente el camino hacia el cementerio. Nadie lo advertía. Yo iba detrás, y atravesando Madrid en aquel cárdeno atardecer de marzo, no podía apartar mi pensamiento de aquel junio de 1873 en que esa pequeña pupila recibió por primera vez el sol. Cruzábamos Madrid todos juntos detrás de aquel marfil horizontal y tras aquel ojo abierto, y me venían a la memoria amaneceres que había leído, llegadas a la escuela, en Yecla, entrevistas con el padre Carlos o el padre Miranda, en el colegio, cuando José Martínez Ruiz era un ojo asombrado del mundo y en su retina se iba quedando extático y plasmado, su abuelo Azorín. Venían después asombros de la pupila por los hombres, por los nombres y por las cosas; por cosas tantas veces nimias: por una puerta, por unas nubes, por una alacena, por una ventana. La vida iba avanzando y aquel amoroso cuarto trastero de la retina iba guardando España poco a poco, en el trozo de un pueblo, en los movimientos de un viejo hidalgo, en la fragancia que transmitía un vaso en el dintel de una casa cerrada.

Caía toda la tarde sobre Madrid sentimental, como él lo llamaba. Aquel ojo pequeñito, que avanzaba seguido por un cortejo, se había consumido en vigilias, a la luz de una vela, ante Gracián, Lope, Tirso, Feijoo, Garcilaso y Fray Luis; se había quedado tan leve y tan pálido precisamente leyendo y releyendo a Cervantes y a Montaigne.
Cuando llegamos a la sacramental de San Isidro, ya todo Madrid quedaba atrás con su quehacer. Llevaban en andas la última cumbre del Noventa y Ocho y el ojo de la luz iba apagado, los cañones de rigor que lanzan esas paletas de arena sobre la madera del ataúd. Era el gran saludo de la piedra, de la hierba y de los residuos de las plantas. Tierra fundida en la pala que volvió a fundirse con la tierra.
Luego, al anochecer, volví a ver a Azorín transparente. Habían tapado sus manos con una sábana, tenía amordazados los dedos y era el gran mudo de la pluma. Pero su pequeño ojo azul - un cristal leve, casi velado por el párpado - seguía inexplicablemente abierto. Miraba, desde dentro, desde su fosa, las entrañas de España".
("El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes".-Edit. Eiunsa, Pamplona, 2007, págs 134-135.)
(Fotos: Azorín; "Al margen de los clásicos".-Edición de Losada, 1942.)

lunes, 2 de junio de 2008

¿QUÉ ES LA MODA ?




Dos apuntes en la muerte de Yves Saint-Laurent:


En las "Memorias" de la pintora Marie-Louise Elisabeth Vigée-Lebrun, una de las artistas más apreciadas del siglo XVlll, puede leerse:


"Intenté tanto como me era posible, dar a las mujeres que pintaba la actitud y la expresión de su fisonomía. Como me daban horror los vestidos que las mujeres llevaban entonces, hacía grandes esfuerzos para volverlos un poco más pintorescos, y estaba encantada cuando obtenía la confianza de mis modelos y podía vestirlas según mi fantasía. Entonces no se llevaban todavia chales, pero disponía de amplios écharpes que entrelazaba ligeramente alrededor del cuerpo y de los brazos, y con los cuales intentaba imitar el hermoso estilo de los ropajes de Rafael, así como lo habréis podido ver en Rusia en varios de mis retratos. Además no podía sufrir los polvos de tocador. Obtuve de la hermosa duquesa de Gramont-Caderousse que no se pusiera cuando yo la pintaba; sus cabellos eran de un negro de ébano y se los separaba yo en la frente formando bucles iregulares. Después de mi sesión, que terminaba a la hora de comer, la duquesa no se tocaba para nada el peinado y con él se presentaba a los espectáculos; una mujer tan bonita tenía que dar la norma: esta moda fue arraigando suavemente y luego se generalizó".



El segundo apunte anota que las parisienses, para glorificar a "La Belle Poule" que se hundió el primero de julio de 1778, lucieron por las calles de la capital francesa durante cinco meses complicadísimos peinados que reproducían exactamente la forma de la nave.

(Foto: Yves Saint-Laurent)

domingo, 1 de junio de 2008

SAINT -LAZARE


Como apenas leves polillas - semejantes a las que el 3 de mayo de 1927 entraron en el cuarto de Vanessa Bell y que ella describió a Virginia Woolf en una carta - y que luego serían el germen o idea para la escritora en su novela "Las olas" : ("lo que me cuentas sobre las polillas- contestó la escritora cinco días después - me fascina de tal modo, que voy a escribir una historia sobre ellas") -, así acaba de descubrirse que ocurre en la atmósfera con ese diminuto polvo que suele cabecear transparente y brillante, sobre todo en primavera, y que formando pequeños grumos va y viene sobre nosotros como poso de tiempo. Son hilos sueltos, que sin duda quedaron desgajados de conversaciones anteriores, letras y sílabas de otras épocas, en ocasiones - muy pocas - palabras enteras, muy raramente algún trozo de diálogo que quedó flotando y que ahora vuelve y entra por la ventana igual que las polillas o avanza dubitativo y nebuloso como fleco fantasmal en los jardines, tiempo pasado, o mejor, ecos del tiempo pasado, aquello que se dijo y que se creyó olvidado pensando que las palabras se las llevaba el aire y que nunca el aire las devolvía.



Ahora se ha descubierto que eso existe. No digamos ya en las habitaciones donde se sucedieron las vidas y coloquios de las gentes, sino también en el exterior, en las calles, en Madrid, en Nueva York, en Londres o en París. Muchas de las cosas que se hablaron y muchos gestos que se hicieron hace muchos años retornan ahora impensadamente, vuelan encima de nosotros y navegan blandamente en el aire recordándonos todo lo que significaron y lo que fueron.



El último hallazgo sobre todo esto ha ocurrido en París. Desde hace años, en varios lugares de la estación de Saint-Lazare, las palabras de Claude Monet montando su caballete en enero de 1877, nos hacen revivir la vieja estampa del vapor irisado dando vueltas por encima de las máquinas y las altas fachadas de las casas al fondo. "¡La Saint-Lazare! - se puede oir hoy perfectamente la voz de Monet - La pintaré mientras los trenes entran y salen, en medio de un humo tan espeso que apenas se pueda ver nada. Es una visión fascinante, un auténtico sueño. Les pediré que retrasen el tren de Rúan media hora. La luz será mejor entonces". Se sabe, como dice Sue Roe en "Vida privada de los impresionistas" (Turner), que Monet se vistió ese día de enero con sus mejores galas, se ahuecó los encajes de los puños, y así le vemos venir ahora con su bastón de mango dorado, rumbo a las oficinas de los Ferrocarriles del Oeste. Modestamente presenta al conserje su tarjeta: "el pintor Claude Monet". Luego oimos de nuevo la voz de Monet hablando con el jefe de estación: "He decidido - le dice- pintar su estación. Durante cierto tiempo, he estado dudando entre ésta y la Gare du Nord, pero creo que la suya tiene más carácter". Entonces, tras concedérsele el permiso, se detienen todos los trenes y se despejan los andenes. En las máquinas se acumula el carbón para que suelte la mayor cantidad de humo posible y Monet - podemos verle muy bien ahora desde distintos sitios- se dedica a componer esa serie de cuadros que le harán célebre.

De Monet, que manifestó a un joven pintor que habría deseado nacer ciego y recuperar repentinamente la vista para no saber nada de los objetos y hallarse en estado virgen ante las apariencias, oiremos también perfectamente su voz en Saint- Lazare cuando diga mirando lo que va a pintar: "En el momento de la salida de los trenes, el humo de las locomotoras es tan denso que casi no se distingue nada. Es maravilloso, una verdadera fantasmagoría".
No es el tren de Turner en su famoso "Lluvia, vapor, velocidad ", no es el tren de la imaginación el que entra en el ojo de Monet, es el tren de la experiencia, que todos podemos ver llegando a la estación mientras nos envuelve el tiempo con estas diminutas y fugaces polillas.
(Fotos: Monet: "La Estación Saint-Lazare" 1877; "Claude Monet con la paleta" por Renoir, 1875 -Louvre.-pucmm-edu.do)