sábado, 3 de noviembre de 2007

HABLANDO CON CHANDLER

Hablando ayer tarde con Raymond Chandler me decía que no sabía quién fue el idiota original que le aconsejó a un escritor: "No se moleste por el público. Escriba lo que quiera escribir." Porque ningún escritor nunca quiere escribir nada. Quiere reproducir o producir ciertos efectos y al comienzo no tiene la más leve idea de cómo hacerlo.


Acariciaba Chandler a su gata mientras el animal reposaba en su regazo


- Hay una cierta cualidad indispensable a la escritura - añadió-, algo que desde mi punto de vista llamo magia, pero que podríamos llamar con otros nombres. Es una suerte de fuerza vital. Por eso yo odio la escritura estudiada, la clase de cosa que se yergue y se admira a sí misma. Supongo que soy un improvisador nato, no calculo nada por anticipado, y creo que por mucho que se haya hecho en el pasado, uno siempre empieza de cero.


Me miraba desde sus gafas de concha y envuelto su labio inferior en la niebla de su pipa humeante.


- Los jóvenes, por ejemplo, que quieren que uno les enseñe cómo escribir - agregó -, les parece que todo lo que escriben tiene que ser, esperan ellos, publicado. No están dispuestos a sacrificar nada para aprender el oficio. Nunca les entra en la cabeza que lo que uno quiere hacer y lo que puede hacer son cosas completamente distintas, que todo escritor que valga la pólvora que se gastaría en mandarlo al infierno a través de un alambre de púas siempre está empezando de cero. No importa lo que pueda haber hecho en el pasado: lo que está tratando de hacer ahora lo devuelve a la juventud, y por mucha habilidad que haya adquirido en la técnica rutinaria, nada le ayudará si no es la pasión y la humildad. Leen un cuento en una revista y se inspiran y empiezan a aporrear la máquina de escribir con energía prestada. Llegan a un cierto punto y ahí se apagan.



Estábamos charlando en una salita anónima, alejada de su habitación y de la mía. Tan sólo una estantería de libros nos acompañaba. Chandler abría sus piernas ante la pequeña mesita que nos separaba y me miraba fijamente.


- Y luego está el estilo - continuó -. No puede planearse una buena historia; tiene que destilarse. A largo plazo, por poco que uno hable sobre el tema, lo más durable en lo que se escribe es el estilo, y el estilo es la más valiosa inversión que puede hacer un escritor con su tiempo. Las ventas se demoran, el agente se burla, el editor no entiende, y se necesitará gente de la que nunca ha oído para convencerlos poco a poco de que el escritor que pone su marca individual en lo que escribe siempre dará ganancia.


-¿Pero qué es el estilo?.-le pregunté llenándole la copa.


-La clase de estilo en la que estoy pensando es una proyección de la personalidad y es preciso tener una personalidad antes de poder proyectarla.


-¿Y la concentración al escribir?


- El escritor no tiene que escribir, y si no se siente en condiciones no debería intentarlo. Puede mirar por la ventana, o hacer el pino o retorcerse en el suelo. Pero no debe hacer ninguna otra cosa positiva, como leer, escribir cartas, mirar revistas o firmar cheques. Escribir o nada.


De repente la gata debió oir un ruido finísimo porque escapó eléctricamente. Por la puerta apareció Philip Marlowe. Me apuntó con la pistola. Yo a mi vez apunté a Raymond Chandler. Extendí el cañón de "El simple arte de escribir" (Emecé) y antes de dispararle le obligué a firmarme una dedicatoria.







jueves, 1 de noviembre de 2007

LA INTERNACIONAL DEL SUEÑO

Me cuentan que hace unas noches, algo pasadas las doce y media, se deslizó en una cama de París, en el cerebro de un hombre que dormía plácidamente con la cabeza sobre su almohada, el cuerpo cilíndrico de un sueño recubierto por escamas de vivos colores y anillos alternantes, entrando ese sopor tan silenciosa y sinuosamente que apenas lo sintió, y al transportarlo con sosegada mansedumbre, lo llevó por estancias oníricas sin él casi darse cuenta, tal y como si visitara una realidad mágica, una realidad que jamás existiría. Poco tiempo después, hacia las dos menos veinte de la madrugada, ese mismo sueño salió furtivamente de aquel hombre y de la ciudad de París, y entró con rapidez en el cerebro de Marko Popovic, un hombre que dormía en un hotel de Belgrado y lo condujo a través de iluminadas habitaciones haciéndole creer que estaba consciente y que en cualquier momento iba a despertar


Pero a las tres y cuarto -siguen contándome - el mismo sueño de Belgrado y de París hizo una fulgurante cabriola y se introdujo ahora en el cerebro de Achille Mariën, un viejo profesor belga que dormía en su casa de Bruselas. También lo arrastró suavemente por galerías de espejos que iban multiplicando al infinito cada rostro de la realidad.




Estuvo el sueño en la ciudad de Bruselas desde las tres y cuarto hasta las cinco y diez. A esa hora, escapando de Bélgica y pasando con celeridad a Rumania, se introdujo veloz en el cerebro del investigador Gellu Luca que acababa de cambiar de postura en su cama de Bucarest. Allí permaneció agazapado un muy largo rato, sin apenas moverse, conduciendo sin embargo a quien soñaba por pasillos de imágenes. Pero aún tuvo tiempo de salir hacia las seis y veinte y el mismo sueño se metió dentro de la cabeza dormida del poeta-pintor Karel Nezval, en su casa de las afueras de Praga.




Luego ya amaneció. El surrealismo iluminó poco a poco el mundo, y ampliando su abertura nasal, absorbió de improviso ese sueño para siempre.

martes, 30 de octubre de 2007

VALLE-INCLÁN EN LA CAMA

Si nos acercamos a este hombre sentado y recostado en varios almohadones, con una tablilla sobre las rodillas y unas chinchetas sujetando las cuartillas, veremos al don Ramón que nos espera en este dormitorio, lecho en el que tiende su úlcera estomacal y su mal de vejiga, despacho de apariciones y de mendigos, habitación de personajes, recinto de comparsas, "santa compaña" que va y viene iluminando rincones, procesión de ayes por los pasillos, mancos, ciegos, capellanes, bastardos, un zagal que nos mira desde una ventana, una reina que da el pecho a un niño, el tullido y la sorda, la tropa de los siete chalanes, criados, caballeros, romance de lobos de los hijos, aullar de envidias, criados, marineros, ese rapaz que nos lleva hasta la cama, y Valle-Inclán que sigue escribiendo sin mirarnos, encerrado y aislado en este piso madrileño de la calle Santa Engracia 23, el de las ventanas y contraventanas cerradas para que no se le escapen por los aires los gritos tremendos que ahora mismo están dando las "comedias bárbaras".


Valle-Inclán escribe en cuartillas numeradas por Josefina, su mujer, cuartillas de letra rápida y nerviosa porque las acotaciones magistrales de sus obras teatrales dan inesperados giros iguales a calambres, temblores estilísticos que él no puede controlar, los personajes cruzan invectivas encima de su cama y hay un fulgor y resplandor iluminando el cuarto con las voces, voces que él ya no puede sofocar, voces que pueden oirse desde la calle.


Siempre ha escrito así. Arrebatado de creación, superando la pereza primera cuando era novio de Josefina y ella cada noche le entregaba diez cuartillas blancas que al día siguiente él tenía la "obligación" de devolver completamente escritas; si no, ella no le hablaba.


Siempre ha escrito así. Esa caligrafía indescifrable marcada por correcciones ilegibles y misteriosas tachaduras salta ahora en cada personaje. Rodea la cama el zagal de las vacas, se acercan a él la hueste de los mendigos, el ciego de Gondar le palpa la colcha y una viuda que le muestra a sus huérfanos le pide a don Ramón una limosna.



domingo, 28 de octubre de 2007

LOS COMIENZOS

Amos Oz y yo estamos viendo mi blog en este banco del parque de San Francisco, en Oviedo, al acabar la ceremonia de la entrega de los premios Príncipe de Asturias en el Teatro Campoamor.

-Empezar es difícil- me dice Oz asomándose a lo que estoy escribiendo en mi portátil -. Hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, sólo para entrar en calor. ¿Usted cómo lo hace?

Le digo que me ha servido mucho su libro de ensayos La historia comienza (Siruela) que ha publicado este año.

-Al menos- le digo-, me ha servido como reflexión.

- Como usted sabe - me comenta Oz-, todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. A veces, incluso, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. ¿ No estará usted haciendo eso conmigo, verdad?- me dice Oz sonriendo.

-¿Por qué lo dice? ¿Por que cree usted que esto no es Oviedo, que no estamos en el parque de San Francisco, que usted y yo no estamos ahora juntos?

-Ustedes, los escritores - se ríe francamente - inventan principios para atraer. Se lo digo yo porque también suelo hacerlo.

- Pero es cierto que estamos en Oviedo- le confirmo-, mire usted esos grandes árboles, mire a las gentes sentadas en los bancos, mire a esos niños. ¿Cree que esto no es real?

- Ya sabe usted - me comenta Amos Oz dubitativo -, que Edward Said afirma que un comienzo, es, en lo esencial, un acto de retorno, un volver atrás, y no sólo un punto de partida para un avance lineal. Empezar y volver a empezar- dice magistralmente Said - son asuntos históricos, mientras que el "origen" es divino. En todos y cada uno de los comienzos hay intención y actitud. Cada comienzo crea algo único pero también teje lo existente, lo conocido, para constituir la herencia de la creación del lenguaje por la humanidad junto con su propia y fructífera eliminación. Cada comienzo es en realidad una interrelación entre lo conocido y lo nuevo.

Como siempre, Oz me convence.

Pasa un pájaro real que picotea el comienzo de la historia que estoy escribiendo, la muerde, la toma con el pico y, fulgurante, levanta el vuelo hacia un irreal Oviedo.