viernes, 25 de enero de 2008

ERNESTINA DE CHAMPOURCIN




Ayer asisto a la inauguración de la exposición que el Ayuntamiento de Madrid celebra sobre Ernestina de Champourcin, la voz femenina en la Generación del 27. Fotografías, manuscritos, célebres dedicatorias y hasta sus personalísimas gafas, aquellas con las que yo la conocí y la traté muchas veces en mi casa, hace años, como cuento en uno de los enlaces de este blog de Mi Siglo, aquella entrevista de 1986 de tantos recuerdos y tan inolvidable.
Para los poetas - y ella fue uno de los grandes - el mejor homenaje es cantar y contar lo que escribieron. Y aquí está:
NO SÉ CÓMO ME LLAMO...
Tú lo sabes, Señor.
Tu conoces el nombre
que hay en Tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que Tu amor
me dará para siempre
si respondo a Tu voz.
Pronuncia esa palabra
de júbilo o dolor...
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!
"El nombre que me diste" (1960)



jueves, 24 de enero de 2008

LITERATURA DE OBSERVACIÓN



"Mi tía Mary -narra la escritora norteamericana Elisabeth Bishop -tenía dieciocho años y se había marchado a Estados Unidos, concretamente a Boston, para estudiar en una escuela de enfermeras. En el último cajón de la cómoda de su habitación, perfectamente envuelta en delicado papel de seda rosa, reposaba su muñeca preferida. Ese invierno yo pasé mucho tiempo enferma con bronquitis, y finalmente mi abuela me la ofreció para que jugara con ella, lo cual me sorprendió y me hizo feliz, porque jamás había sabido de su existencia. Y mi abuela había olvidado cómo se llamaba.
Tenía un amplio vestuario, que le había confeccionado mi tía Mary y que estaba guardado en un baúl de juguete de latón verde con los pertinentes listones, cerraduras y clavos. Las prendas eran preciosas, maravillosamente cosidas y tenían un aire anticuado, que incluso yo percibía. Había unas enormes enaguas ribeteadas con un encaje diminuto, una faja y un corsé con pequeñas ballenas. Eran fascinantes, pero lo mejor de todo era el modelito para patinar. Consistía en un abrigo rojo de terciopelo, un turbante y un manguito de una especie de cuero marrón comido por las polillas, y para que el conjunto provocase una emoción casi insoportable, un par de botas blancas de cabritilla con cordones, con los ribetes festoneados, y un par de patines demasiado pequeños y romos, pero muy brillantes, que mi tía Mary había cosido con puntadas de grueso hilo blanco a las suelas, dejándolos bastante sueltos".
Así comienza un famoso cuento, Gwendolyn, en el volumen de relatos -los pocos relatos que Bishop hizo - titulado Una locura cotidiana (Lumen). Estamos ante la literatura de observación, de minuciosa y creadora observación. Hay otra literatura - la de invención, la de imaginación - tan potente como la que acabamos de leer, y ambas (la observación y la invención) se complementan. Tan difícil es una como la otra. Los sentidos - en este caso el ojo de la escritora- se ha ido fijando en los detalles más minúsculos de esa muñeca que describe, esa muñeca que quizá hemos visto en ciertas casas muchas veces, pero que sólo el ojo de un creador sabe fotografiar. El ojo se demora en la descripción de pequeñeces esenciales, en colores, en formas, no tiene prisa por pasar adelante en el relato, mima como un artesano lo que cuenta. Se ha dicho que Elisabeth Bishop - esencialmente dedicada a la poesía - tenía un talento especial para, a través de los sentidos, llegar a lo medular. Siempre que se quiere llegar al sentimiento o al pensamiento en el relato se recorre el camino de los sentidos, ese ver y tocar las cosas que Flannery O`Connor tanto recomendaba a quienes querían empezar a escribir.
Luego esos sentidos, esa observación, pueden seguir si lo desean hacia el realismo o abrir en cambio la caja de las sorpresas y entregarnos de pronto lo que hay dentro y cuyo nombre suele ser siempre la fantasía.

martes, 22 de enero de 2008

MARCA DE AGUA


Este fin de semana he estado en Venecia. He ido a ver el puente de Calatrava. ¿Se tambalea? ¿No se tambalea? El agua no me ha respondido. Mi ojo miraba la ciudad del agua y la góndola llevaba a mi lado el ojo del poeta Joseph Brodsky que me acompañaba. Había pasado por el Hotel Gritti Palace con los recuerdos de tantos escritores: Ruskin, Dickens, Hemingway, Somerset Maugham, Malraux, Greene, Montale, Dos Passos, Simenon, Sinclair Lewis, Capote, Dino Buzzati, Saul Bellow...

- En Venecia - me iba diciendo Brodsky al compas de los remos -se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo - concluía Brodsky -, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

Los remos iban y venían. La góndola, como un ataud flotante, cabeceaba su negrura entre recuerdos. Venecia subía y bajaba según yo iba leyendo aquel libro bellísimo de Brodsky, Marca de agua (Siruela), que me hacía creer que navegaba acompañado. Pero, no; viajaba solo. Venecia venía sola conmigo y en la noche unas luces iluminaban mi lectura.

-La ciudad es estática - me seguía diciendo Brodsky -, mientras nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Por eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros.

Y así, poco a poco, fuimos doblando- suave, rítmicamente-, el Gran Canal.


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domingo, 20 de enero de 2008

EL NADADOR


He vuelto a leer El nadador de John Cheever. Me he tirado de cabeza en el relato del gran escritor norteamericano y he seguido las brazadas que daba Neddy Merrill desde la piscina de los Westerhazy hasta la de los Clyde. Me he olvidado un poco de la película de Burt Lancaster en 1968 cuando el filme perseguía a la literatura y he cruzado todo el condado nadando, atravesando las edades, atravesando las fatigas, el agua rodeándome los brazos y olvidándome a cada movimiento de lo que ocurrió ayer, nadando hacia el futuro. "Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro - me iba diciendo Cheever conforme nadaba -, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría". He cruzado la piscina de los Bunker y la piscina pública de Lancaster. Otro novelista americano, Nelson Algren, nadando a mi lado, me decía entre brazada y brazada: " Cheever es el único escritor norteamericano del que puedo leer un relato en el New Yorker sin tener que pasar las hojas para identificar al autor".
Es verdad. Le veo nadar a Cheever - es decir, escribir sus Relatos (Planeta) -y le oigo decir en el agua que la literatura debe agrandarnos y no disminuirnos. No debe rebajarnos al nivel de un cenicero de colillas. "Camino de casa de los Clyde - cuenta El nadador -se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en las piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido".
Allí nos despedimos. Aún me dijo Cheever antes de terminar: "Yo esperaba que los ríos de mi infancia, plagados de truchas, se verían un día inundados de latas de conserva mohosas y que los prados se cubrirían de casas. Esperaba incluso a verme parcialmente aislado de nuestra herencia moral y ética. Pero los absurdos de la vida moderna me dejan desarmado. No obstante, me parece también que esas latas de conserva, esas autopistas, esos conjuntos inmobiliarios deprimentes no son los restos de una civilización decadente sino las avanzadillas y las primeras fortificaciones de una civilización que ahora nos corresponde construir".
Y de nuevo Cheever estiró los brazos, trazó una larga curva en el aire y se arrojó de cabeza a la piscina.